martes, 15 de abril de 2014

Laclau tenía una teoría

Laclau tenía una teoría, que no es poco. En realidad es decir mucho en un contexto en el cual no hay muchos autores que puedan presumir de algo más que un conjunto fragmentario de intervenciones aisladas. No, Laclau tenía argumentos consistentes y una clara demarcación de los problemas que quería pensar. Pero además hay que aclarar que la única forma de tener una teoría es siguiendole la veta al concepto en su historia, es decir, leyendo las problemáticas conceptuales que nos operan. Esto no quiere decir que la teoría se reduzca a la coyuntura; por lo contrario, la teoría sigue la génesis de la coyuntura mucho más allá, por eso nos brinda herramientas para comprenderla. Si las ideas sueltas se convierten en una teoría, es porque de alguna forma no nos pertenecen, de alguna forma estamos recogiendo algo que está sucediendo independientemente de nuestros argumentos. Las teorías no salen de la galera, como muchos pretenden. Eso es lo que las diferencia de la opinión. Cuanto menos teórico y más opinado se vuelve un discurso, más abstracto se vuelve, menos interpelación histórica tiene. Curiosamente, es por esa misma razón que la teoría de Laclau es novedosa. Haciéndose eco de las transformaciones en los conceptos políticos, de la viveza del concepto, es que pudo plantear nuevas discusiones y problemas. Por eso también es que las ideas más abstractas suelen restringirse al dominio de lo individual; posiciones fuertes que van, no sólo contra la corriente, sino contra el presente. Hay una dicotomía por ahí dando vueltas que tiene una intensa historia política y que ha identificado a la crítica con el ejercicio (por derecho natural) de una racionalidad universal, por un lado, y a la adhesión política con la pertenencia a algún tipo de comunidad histórica, por el otro. Esta dicotomía tuvo su máxima expresión en liberalismo vs. totalitarismo (siendo el historicismo inevitablemente conservador y el racionalismo inevitablemente revolucionario); individuo vs. comunidad. Laclau escapó a este dilema que para nosotros siempre fue demasiado europeo, y lo hizo de una forma magistral: pensando la dimensión de las relaciones, más que términos como individuo o comunidad, esa dimensión que llamó, retomando cierta tradición del pensamiento, “discurso”. Eso es lo que le permitía asumir una clara posición política en la coyuntura y, al mismo tiempo, ser crítico de ella, trascenderla teóricamente. Algunos periodistas reducen su obra a su posicionamiento político, lo que ellos llaman propaganda teórica. El problema de esa crítica siempre fue que supone que para hacer teoría hay que ser independiente de los vaivenes de la coyuntura, hay que evitarse ingresar en un movimiento político, porque eso implica perder universalidad, perder crítica. A muchos de los que lo leímos eso nos parece que, lejos de ser un déficit, es una ganancia, le restituye al pensamiento la concreción que debe tener. Pero incluso adhiriendo a la misma identidad política que Laclau, el kirchnerismo, muchos de nosotros estábamos en desacuerdo con gran parte de sus tesis. Eso no importa. Lo importante es que planteó debates y combates que revitalizaron a la teoría política. Laclau fue y sigue siendo un insumo para grupos de estudio militantes, una caja de herramientas para complejizar y enriquecer discusiones. A los que nacimos en democracia y, por ende, tenemos un poco más de tiempo para pensar qué hacer con las instituciones (no estamos apurados por la urgencia de una continua puesta en jaque de la legalidad), Laclau nos dejó una lección de mesura, de trabajo sobre la mística política. Al contrario de lo que sus críticos agitan, un Laclau oportunista porque dice lo que piensa, nos parece que Laclau conjugó como nadie teoría y coyuntura. A la luz de su obra, sus intervenciones en la esfera pública adquieren una lógica, una racionalidad, de la que muchos otros intelectuales carecen (que palabra bastardeada, “intelectual”). Eso es lo que llamamos mesura. Eso es trabajar racionalmente la inevitable mística de identificarse con un movimiento político. Eso es lo que se llama intervenir con argumentos.

viernes, 13 de diciembre de 2013

La pregunta de la tía



"La lectura del periódico es una suerte de oración realista matutina. Uno orienta su actitud hacia el mundo o bien por dios o bien por lo que el mundo es. La primera da tanta seguridad como la última, así sabe uno como pararse." 

G. W. F. Hegel

Hay por ahí dando vueltas una idea de que la filosofía es un quehacer inútil, es decir, un fin en sí mismo. Generalmente viene acompañada de un diagnóstico pesimista respecto a los tiempos que corren: la ubicuidad de la utilidad ha copado todos los aspectos de la vida, empezando por el mercado. Es por eso que la filosofía no logra penetrar el velo de lo público y debe refugiarse en los grupetes que, tengan o no respaldo institucional, dialogan y piensan sobre problemas filosóficos. Esta idea ha florecido en algunos textos filosóficos (piénsese en Heidegger o en ¿Qué es la filosofía? de Deleuze y Guattari), pero vive, sobre todo, en el sentido común. La situación de un pibe que acaba de decidir que quiere estudiar filosofía y tiene que explicarle por qué a la tía que le acaba de preguntar en la sobremesa de la cena de navidad de qué va a trabajar. Una vez que empieza a estudiar, probablemente se dé cuenta de que una cosa es la representación que la actividad filosófica tiene de sí misma hoy en día y los textos que produce al respecto y otra muy diferente es lo que han dicho los "grandes autores" (uso comillas en ánimo reverencial más que ninguneador, en referencia a algo así como la tradición, que necesariamente es anónima y necesariamente es citada). Si llamamos "filosofía" a aquello se forma institucionalmente, esto es, a lo que sucede en las aulas de las escuelas medias y las universidad, entonces rara vez nos encontraremos con el reconocimiento de que lo que se está haciendo es filosofía. Paradójicamente, se encuentra muy extendida la idea de que lo que un profesor de filosofía hace no es verdaderamente filosofía, sino comentarios, glosas, resúmenes, exposiciones, ponencias, notas, reseñas, protocolos sobre lo que aquello que sí es verdaderamente filosofía y se encuentra contenido (en formol?) en los "grandes autores". Si llamamos "filosofía" a lo que las editoriales publican, aparece el mismo problema. Rara vez nos toparemos con un texto que diga: tomá, esto es filosofía. Sí hay muchos textos sobre filosofía, sobre filósofos o sobre su historia. Esto parece ser que tiene que ver con cierto diagnóstico de época. Como si nuestra incapacidad de hacer filosofía fuese culpa del presente. Claro, tendríamos que haber nacido en el siglo XIX. Y cuando la pretensión de hacer filosofía aparece, se muestra precisamente como una pretensión, como algo que se destaca y se eleva por sobre el resto de las cosas que son meramente útiles. Una especie de "arte por el arte", pero pedorro. Peor, esteticismo.

Hay, sin embargo, algo de certeza en lo de la época, si pensamos en ese proceso que Weber llamó "racionalización". La escisión entre el sentido de lo que hacemos y lo que hacemos, entre los medios y los fines últimos, entre las formas y los contenidos es, también, una separación entre las disciplinas universitarias. Las ciencias se vuelven cada vez más especializadas y, por ende, cada vez más alejadas de, digamos, la totalidad, el sentido, la relación con la naturaleza, lo fundamental. A la filosofía le pasa lo mismo. El problema es que la tarea de la filosofía siempre fue intentar acortar esa brecha, transformar esa escisión. Siempre quiso darle contenido a toda esa dimensión de lo que llamamos "lo fundamental". En la medida en que larga ese objetivo y se dedica a alguna que otra partecita del saber, a hacer comparaciones, a enchufar y desenchufar autores, a alguna lectura de textos, deja de ser filosofía y, sí, se convierte en otra cosa bastante menos fundamental.

Parece, entonces, que para que haya filosofía es preciso repensar si es verdaderamente inútil, si se opone a todo lo que cae bajo el criterio de la utilidad y, sobre todo, que concepción tiene de ésta última noción. Sobre todo porque la filosofía no es algo que sea reductible a una profesión, porque la filosofía está allá afuera. Con esto no me refiero a la mal planteada discusión de si todos somos filósofos o no, sino a la realidad de los conceptos y los problemas filosóficos en la historia más allá de sus textos. Hay conceptos filosóficos que operan en los acontecimientos históricos aun cuando nadie los escriba. Si me apurás con lo de si existe el árbol que cae cuando nadie lo escucha te retruco con que no sólo el árbol existe, sino también su concepto. Platónico! Platónico! No, no, no. Tengamos un concepto del concepto con la complejidad y problematicidad que se merece (y con esto no me refiero sólo a la sofistiación de una teoría del concepto, sino también a la aceptación de su carácter abierto, problemático, no definitorio). Es por eso que, desde afuera, la idea de que la filosofía es algo que no sirve para nada, caduco, lejano, abstruso, es una idea engañosa. Precisamente porque, en la medida en que pertenecemos a una época y a una convivencia determinada, contribuimos también a la persistencia de sus conceptos y problemas filosóficos. Será que los textos son los abstrusos. 

Y si la filosofía existe allá afuera, entonces debe tener cierta utilidad. Pero, a su vez, no puede ser definible en términos de una sola utilidad, porque no hay nada en este mundo que cierre su horizonte de fines posible sobre uno solo de ellos. No nos preguntemos, por ahora, acerca de los fines de la filosofía, me basta con reconocer que sirve para algo, con tal de que la actividad misma de filosofar pueda lavarse un poco la cara. Me basta con que la filosofía salga a discutir con todas esos quehaceres del mundo de lo útil, porque tiene mucho para decir.